Hace 20 años, en el mejor momento de su carrera, con grandes convocatorias de público, una fuerte presencia mediática y una profusa cantidad de hits coreados por todas las edades, moría en un accidente automovilístico, a los 27 años, Rodrigo Bueno, «El Potro», el músico cordobés que popularizó el cuarteto en Buenos Aires, a partir de una propuesta artística que lo acercaba al estatus de una característica estrella de rock.
La vida de Rodrigo, con su vertiginoso ascenso, su encandilante estrellato y la intensidad de cada uno de los acontecimientos que lo rodeaban, pareciera incluso simbolizar aquel viejo adagio punk que sugiere vivir rápido y morir joven, que terminó de tomar sentido definitivo la madrugada del sábado 24 de junio de 2000, cuando se estrelló la camioneta en la que viajaba junto a un grupo de colaboradores y amigos, en la Autopista Buenos Aires-La Plata.
Aunque hacía varios años que venía batallando para conquistar al público porteño, fue recién poco antes de su muerte que el cuartetero comenzó a gozar las mieles del éxito, gracias al irresistible ritmo y las pegadizas melodías de sus canciones, y a su inconmensurable carisma.
No había en aquellos días una persona de cualquier edad y clase social que desconociera éxitos como «Lo mejor del amor», «Soy cordobés», «El amor sobre toda diferencia social», «Y voló», «Cómo olvidarla» y «La mano de Dios», entre otros.
Pero nadie tampoco era indiferente al fenómeno Rodrigo, un verdadero torbellino que, en vez de mostrarse como un sumiso y agradecido artista del interior, tal como lo hacían varios de sus pares al actuar en Buenos Aires; eligió pasear su halo de estrella de rock, capaz de relacionarse como par con iconos populares como Charly García, Diego Maradona y Susana Giménez.
De esta manera, el artista comenzó a tejer su leyenda, incluso antes del momento fatal, camino a Buenos Aires, a la altura de Berazategui, que como extraña frutilla del postre le permitió acceder al dudoso privilegio de pertenecer al «Club de los 27», el panteón que reúne a celebridades del rock muertas a esa edad, como Jimy Hendrix, Janis Joplin, Jim Morrison, Brian Jones, Kurt Cobain y Amy Winehouse.
Acaso por esto, «El Potro» logró convertirse en un verdadero embajador de la música cordobesa en territorio porteño; a diferencia del máximo referente del género, Carlos «La Mona» Jiménez, quien reina en su provincia y mantiene su identidad provincial intacta.
Hijo de un productor musical y una compositora, tuvo un precoz debut discográfico a los cinco años, con un álbum infantil llamado «Disco Baby» y distintas colaboraciones con el grupo Chébere.
También temprana fue su llegada a Buenos Aires, a los 14 años, en busca de un éxito que le resultaba esquivo en su tierra natal.
A partir de 1987, Rodrigo grabó una gran cantidad de discos y actuó en las más reconocidas bailantas porteñas y del conurbano, en tiempos en que la música tropical comenzaba a ganar espacio entre los jóvenes de clase media.
Sin embargo, su tendencia a la música romántica y su imagen con pelo largo y camisas coloridas, tan característica de los artistas del género de la época, no colaboraban a aportar algún rasgo distintivo que le permitiera sobresalir del resto.
Pero en la segunda mitad de la década del `90, su carrera dio un vuelco definitivo cuando decidió apelar a su música de raíz y a ir cambiando de a poco su imagen, hasta llegar al pelo corto y colorido, más común en el mundo estético del rock que del cuarteto.
Como si eso fuera poco, uno de los primeros grandes éxitos de Rodrigo, «Himno del cucumelo», era precisamente una composición perteneciente a Las Manos de Filippi, un grupo que se mueve dentro del universo del rock.
A partir de allí se sucedió un éxito tras otro, con los títulos mencionados antes, y una cada vez mayor presencia mediática, que de manera paulatina fue trascendiendo lo estrictamente artístico.
De esta manera, Rodrigo comenzó a ser una figura capaz de visitar a Maradona en Cuba mientras realizaba un tratamiento de rehabilitación de las drogas, de salir de juerga con Charly García o ser protagonista de fogosos y mediáticos romances.
Así también comenzaron a circular por los programas de chimentos un sinfín de personajes satélites que, sin estar exentos de escándalos, alimentaban la fama del cuartetero que había provocado en la clase media porteña una especie de fascinación por la cultura cordobesa.
Poco antes de su muerte, en abril de 2000, Rodrigo vivió el momento culminante de su carrera cuando llenó varios estadios Luna Park, en una ambiciosa puesta que contó con un imponente despliegue mediático.
Como un guiño a la «porteñidad», ante una multitud, el artista se presentó caracterizado como un boxeador, justo en ese reducto que guarda los ecos de tradicionales veladas que hacen a la historia cultural de la ciudad. En ese gesto y la respuesta obtenida, quedó sellado el romance definitivo entre el músico y Buenos Aires.
Como estigma, sin embargo, le quedaría la forma escéptica con que era visto en los ámbitos rockeros. A modo de ejemplo, cuenta la leyenda que en una ajetreada noche al lado de Charly García, como forma de sellar la amistad, le dijo que alguna vez deberían grabar algo juntos, a lo que el hombre del bigote bicolor respondió con un tajante: «Todo tiene su límite».
Acaso marcado por el destino, la noche del 23 de junio de 2000, Rodrigo coincidió en un lugar con Fernando Olmedo, hijo del recordado Alberto Olmedo, y lo invitó a que lo acompañara por los distintos locales en donde debía actuar.
Tras varios reductos y kilómetros recorridos, en una extraña maniobra en la que participó otro auto, se produjo el fatal accidente y puso fin a una vertiginosa carrera que había puesto a «El Potro» en los primeros planos.
Como lógico corolario, hubo en los medios un desfile de ex parejas, madre, mánagers y supuestos amigos, todos peleando entre sí y enredados en conflictos y denuncias varias. Pero, tal vez lo único y más importante, también abrió paso al mito del hombre que vivió rápido, murió joven, pero se llevó puesta la medalla de rey cordobés en casa ajena.
Fuente: Télam